martes, 4 de junio de 2019

Cuento: La máscara del loro



Fuente: Antonio Prado (Museo MALI, Lima).
El viejo Erasmo, como todos los amaneceres, permanecía parado bajo el umbral del zaguán de su casa, con rostro pétreo y sin dar ningún atisbo de vitalidad, su figura lerda y encorvada por el peso de los años, en los últimos meses, se había acentuado. El recuerdo de los hijos ausentes y la soledad de una vejez confinada en un villorio de los andes ayacuchanos corroían su estado de ánimo. Con el alba, la lluvia menguaba lentamente, después del diluvio de la víspera. Pero nada inmutaba a Don Erasmo, que aún sentía el eco del concierto de truenos y rayos de la inusual tormenta para esta época del año. Los charcos y aniegos cubrían gran parte de su huerta que aun llegaba hasta el cerco de la casa de barro. Sigilosamente Doña Macedonia, su fiel compañera, se había aproximado a su lado para hacerle compañía.
Pukacha nos anuncia un mensaje— le dijo en voz baja a Macedonia. Pronto será navidad y estoy seguro que él hubiese querido danzar en la fiesta del pueblo; por eso, hasta su perro «chuspi» no cesaba de aullar toda la noche. —Murmuró Erasmo dirigiéndole una mirada inexpresiva—.
¡Sigo pensando que tuviste la culpa! si tan solo le hubieras negado el permiso, Pukacha estaría con nosotros sentenció Macedonia.
Lo sé, pero igual se hubiese ido ¿quién mejor que tú para saber lo difícil que era controlarlo?, desde pequeño Pukacha siempre fue muy especial y rebelde. Habrá que mandarle hacer un responso aprovechando la venida del párroco que oficiará la misa de gallo— Afirmó con voz entrecortada Erasmo.
El tiempo es como una golondrina, aletea por acá y por allá, luego desaparece a toda velocidad. Mira ya ha transcurrido un año desde que «Pukacha» nos dejó para siempre— mencionó una sentida Macedonia.
Debe estar con su hermanita Jacinta, anhelando bailar junto a los danzantes de tijeras y las «payas»— retrucó Erasmo mirando al cielo.
El viejo Erasmo, en el fondo de su corazón, maldijo el instante en que Pukacha, el único hijo, decidió escalar el cerro Hatunruna y todo para sacar pichones agusanados de loros. Por coincidencia, en ese instante una bandada de estas bulliciosas aves sobrevolaba su casa-huerta, impregnada a esa hora de la mañana, con un delicioso aroma a tierra húmeda, a fragancia de duraznos y guindas maduros.
Erasmo, como una retrospectiva del cinema de la vida, empezó a recordar las andanzas de Pukacha; como aquella oportunidad en la que jugando con fuego redujo a cenizas el trigal, lista para la cosecha, de su vecino Zacarías, o la vez que desató y quemó las tranqueras que habían colocado el hacendado Víctor Morales, en el camino que conducía desde la quebrada de Cerro Blanco al río Cachimayo. A todos los comuneros reunidos les arengó mencionando que el río pertenecía a todos, un bien de la comunidad que no tenía dueño. Desde entonces, a nuestro hijo Gabriel empezaron a llamarlo «pukacha»«pukacha». Este muchacho de grande será  un «terruco» vaticinaban los moradores.
Los comuneros de Macachacra recordaban, con satisfacción, el día en que Pukacha arrojó el cadáver de un perro putrefacto a la casa-hacienda de los Morales, cuando se celebraba una fiesta pomposa por el cumpleaños del hacendado. Todos sus invitados, con el Alcalde y Gobernador a la cabeza salieron raudamente de la casa, incapaces de contenerse ante el hedor que emanaba el animal, dejando regado sobre la mesa la opípara pachamanca que había mandado preparar el hacendado.
También entre nostálgico y ameno evocó aquel domingo, cuando infestó de pulgas y piques, contenidos en estiércol de caballo, las aulas y el patio de la única escuela fiscal del pueblo. Al día siguiente, cuando la profesora ordenó a los escasos y lánguidos alumnos a formar en el patio para entonar el Himno Nacional del Perú, los bichos comenzaron a actuar y todos empezaron a dar unos saltitos y rascarse por todo el cuerpo. El acto solemne y marcial con que debía iniciarse la semana escolar, se convirtió en un festival de zapateo y contorsión. Pukacha y sus amigos, trepados en el eucalipto colindante a la escuela, festejaban a mandíbula batiente la escena.
¡Erasmo! Pukacha era bueno y trabajador no te burles de élreplicó Macedonia evocando su etapa de madre complaciente.
¡Claro que tenía buen corazón! por eso cuando sus amigos dieron la noticia que Pukacha había caído al despeñadero más profundo del Hatunruna, todo el pueblo anduvo triste y desconsolado, mucho más que cuando los terrucos degollaron en plena plaza de Macachacra al gobernador.
Pukacha siempre estará allí, sentado sobre su «piedra filosofal» como lo había bautizado a aquella inmensa roca amarillenta enclavada, como una isla, en medio de los maizales, a la que todos temían, porque creían que era el tapón que cubría la entrada de la catacumba donde estaban enterrados los «gentiles» de la vieja cultura Wari; por eso, después de cada aguacero, desde su base salía una estela de vapor amarillenta, como la flor de retama, emanando un intenso olor sulfúreo. Los campesinos evitaban todo contacto, en las faenas de siembra y cosecha ningún peón se atrevía siquiera a rodearlo, sobre todo desde aquel día en que junto a la piedra amanecieron muertos los mellizos Páucar, que borrachos tuvieron el infortunio de quedarse dormidos junto a la mole. Cuando los encontraron los cadáveres tenían la boca llena de espuma y el cuerpo enrojecido, como si hubiesen sufrido una insolación. Desde entonces, los adultos amenazaban a sus hijos con los hechizos de la «piedra filosofal» si se portaban mal, y los críos medrosos creaban un sinfín de historias, que iban desde que los «gentiles» se alimentaban de niños hasta la prohibición de no señalar con el dedo la piedra a costa de sufrir pesadillas. El único inmune a todo, era Pukacha, que gastaba sus horas sentado sobre ella, sin sentir ningún efecto, lo que acrecentaba su fama en el pueblo.
Mañana es la víspera de navidad y los mayordomos están organizando una gran fiesta que durará tres días. Los vecinos hablan que van a traer danzantes de Puquio, entre ellos a  "Jorichaqui", los que lo vieron señalan que ese tiene un pacto con el diablo porque hace pruebas, come sapos y hasta baila sobre un arpa. Habrá que comprobarlo sentenció Erasmo al tiempo que daba por concluida la conversación con Macedonia.
La proximidad de la navidad había mejorado el clima de Macachacra, las tempestades de los últimos días quedaron en recuerdos. Las estelas de humo que emanaban las casas del pueblo, era una señal que sus ocupantes se encontraban en ella, saboreando un delicioso ponche de leche y maní; sin duda, en marzo habría abundante cosecha.
A lo lejos, por los angostos y serpenteantes caminos que llegaban y salían del pueblo, se podía apreciar el ir y venir de los muchachos, disfrazados de «machus» haciendo tintinar sus sonajas, ataviados con máscaras multicolores, ponchos blancos, con seguridad más de uno los había confeccionado con la única sábana de la casa.
El gran secreto que tenían que resguardar los «machus» era su propia identidad, una cuestión de honor. Si era descubierto terminaba la fiesta para el pobre y la burla de sus amigos y vecinos se prolongaba por varios días; por eso, los muchachos se disfrazaban de «machus» en medio de los maizales o en algún paraje secreto, siempre fuera del pueblo y lejos de las miradas curiosas. Los más experimentados, asistían a la fiesta premunidos con máscaras de repuesto, no podían correr el riesgo de ser desenmascarados por las muchachas, a las que enamoraban y manoseaban amparados en la seguridad que otorga una careta, pero al menor descuido la complacencia de ellas terminaba en arrancarles la máscara.
Don Erasmo y su esposa lucían acicalados y llevaban ropa festiva y antes de abandonar la casa leyó por enésima vez, la escueta carta que había recibido hacía algunos días:
“Señor Erasmo Cabrera, el Departamento de Autopsias del Hospital Regional de Huanta, Perú, le comunica que ha recibido de la Capital de la República, el informe final de la autopsia practicada a su hijo, llegando a la conclusión que su muerte fue traumatismo múltiple y leucemia linfocítica crónica. Asimismo, se ha encontrado presencia de dosis de radiación en la sangre de la víctima, probablemente alguna fuente de un mineral radiactivo.”
¡Por fin Erasmo lo entendía todo! a Pukacha le fallaron las fuerzas en la trepada al Hatunruna, por culpa de su piedra filosofal. La radiación le había minado la sangre.
La plaza del pueblo lucía repleta y bulliciosa, los mayordomos tenían familiares en la capital de la provincia y en Lima, por eso estaban presentes muchos huantinos. La fiesta estaba en pleno apogeo, el contrapunto de los danzantes al compás del arpa y violín eran cada vez más frenéticos. Los «machus» se habían polarizado de acuerdo con la simpatía a sus danzantes favoritos y a la atención recibida por los mayordomos, acompañaban los cánticos haciendo sonar sus sonajas rítmicamente. En eso, los ancianos notaron que, en medio de la multitud, destacaba un pequeño «machu» que mostraba una gran destreza al bailar. Don Erasmo, de cuando en cuando sentía su mirada penetrante, sin atreverse a hacer él lo propio.
Macedonia ¿Has notado cómo nos mira ese pequeño «machu» que lleva puesta una máscara de loro? preguntó Erasmo.
¿Quiénes serán sus padres? baila incansablemente y no está fastidiando a las muchachas como los otros «machus»replicó Macedonia en el instante que su perro «chuspi» empezó a mover la cola y aullar. Cállate, cállate «chuspi», perro malcriado, repetía enérgica Macedonia.
Cuando el danzante “Jorichaqui” extasiado realizaba su mayor prueba, la de engullirse un par de sapos, el pequeño «machu» logró ubicarse junto a los ancianos y en silencio comenzó a observar el festín. Los esposos empezaron a sentir una emoción de profunda tristeza, los ojos de ambos se nublaron de lágrimas y sin poder articular palabra alguna empezaron a transpirar un frío intenso, que por momentos, se tornaba en una placentera calidez, cuando el pequeño «machu» les dirigía su mirada. Antes que culminara la prueba, el «machu» de la máscara de loro se escabulló. Recién Erasmo pudo balbucear: ¡Vieja!...vamonos a casa porque me siento mal.
Los esposos transitaban el camino de regreso en absoluto silencio, al pasar por la puerta del cementerio vieron, sobre la cruz de la tumba de Pukacha, colgada la máscara de loro; entonces, Erasmo con voz temblorosa le dijo a Macedonia, su fiel compañera ¡Pukacha ha estado con nosotros! Volvió por última vez para bailar en navidad. Seguro que ellos tampoco llegarían a la próxima navidad.




Cuento: La máscara del loro

Fuente: Antonio Prado (Museo MALI, Lima). El viejo Erasmo, como todos los amaneceres, permanecía parado bajo el umbral del zaguá...