Fuente: Antonio Prado (Museo MALI, Lima). |
El viejo Erasmo, como todos los
amaneceres, permanecía parado bajo el umbral del zaguán de su casa, con rostro
pétreo y sin dar ningún atisbo de vitalidad, su figura lerda y encorvada por el
peso de los años, en los últimos meses, se había acentuado. El recuerdo de los
hijos ausentes y la soledad de una vejez confinada en un villorio de los andes
ayacuchanos corroían su estado de ánimo. Con el alba, la lluvia menguaba
lentamente, después del diluvio de la víspera. Pero nada inmutaba a Don Erasmo,
que aún sentía el eco del concierto de truenos y rayos de la inusual tormenta
para esta época del año. Los charcos y aniegos cubrían gran parte de su huerta
que aun llegaba hasta el cerco de la casa de barro. Sigilosamente Doña
Macedonia, su fiel compañera, se había aproximado a su lado para hacerle
compañía.
—Pukacha nos anuncia un mensaje— le dijo en voz baja a Macedonia. Pronto será navidad y estoy seguro que él hubiese querido danzar en la fiesta del pueblo; por eso, hasta su perro «chuspi» no cesaba de aullar toda la noche. —Murmuró Erasmo dirigiéndole una mirada inexpresiva—.
—Pukacha nos anuncia un mensaje— le dijo en voz baja a Macedonia. Pronto será navidad y estoy seguro que él hubiese querido danzar en la fiesta del pueblo; por eso, hasta su perro «chuspi» no cesaba de aullar toda la noche. —Murmuró Erasmo dirigiéndole una mirada inexpresiva—.
— ¡Sigo pensando que tuviste la culpa! si tan solo le hubieras negado el
permiso, Pukacha estaría con nosotros— sentenció Macedonia.
— Lo sé, pero igual se hubiese ido ¿quién mejor que
tú para saber lo difícil que era controlarlo?, desde pequeño Pukacha siempre
fue muy especial y rebelde. Habrá que mandarle hacer un responso aprovechando
la venida del párroco que oficiará la misa de gallo— Afirmó con voz
entrecortada Erasmo.
—El tiempo es como una golondrina, aletea por acá y por allá, luego
desaparece a toda velocidad. Mira ya ha transcurrido un año desde que «Pukacha»
nos dejó para siempre— mencionó una sentida Macedonia.
—Debe estar con su hermanita Jacinta, anhelando bailar junto a los
danzantes de tijeras y las «payas»— retrucó Erasmo mirando al cielo.
El viejo Erasmo, en el fondo de su corazón, maldijo el instante en que
Pukacha, el único hijo, decidió escalar el cerro Hatunruna y todo para sacar pichones agusanados de loros. Por coincidencia, en ese instante una bandada de estas bulliciosas aves sobrevolaba su
casa-huerta, impregnada a esa hora de la mañana, con un delicioso aroma a
tierra húmeda, a fragancia de duraznos y guindas maduros.
Erasmo, como una retrospectiva del cinema de la vida, empezó a recordar las andanzas de Pukacha; como aquella oportunidad en la que jugando con fuego redujo a cenizas el trigal, lista para la cosecha, de su vecino Zacarías, o la vez que desató y quemó las tranqueras que habían colocado el hacendado Víctor Morales, en el camino que conducía desde la quebrada de Cerro Blanco al río Cachimayo. A todos los comuneros reunidos les arengó mencionando que el río pertenecía a todos, un bien de la comunidad que no tenía dueño. Desde entonces, a nuestro hijo Gabriel empezaron a llamarlo «pukacha»…«pukacha». Este muchacho de grande será un «terruco» vaticinaban los moradores.
Erasmo, como una retrospectiva del cinema de la vida, empezó a recordar las andanzas de Pukacha; como aquella oportunidad en la que jugando con fuego redujo a cenizas el trigal, lista para la cosecha, de su vecino Zacarías, o la vez que desató y quemó las tranqueras que habían colocado el hacendado Víctor Morales, en el camino que conducía desde la quebrada de Cerro Blanco al río Cachimayo. A todos los comuneros reunidos les arengó mencionando que el río pertenecía a todos, un bien de la comunidad que no tenía dueño. Desde entonces, a nuestro hijo Gabriel empezaron a llamarlo «pukacha»…«pukacha». Este muchacho de grande será un «terruco» vaticinaban los moradores.
Los comuneros de Macachacra recordaban, con satisfacción, el día en que
Pukacha arrojó el cadáver de un perro putrefacto a la casa-hacienda
de los Morales, cuando se celebraba una fiesta pomposa por el cumpleaños del
hacendado. Todos sus invitados, con el Alcalde y Gobernador a la cabeza
salieron raudamente de la casa, incapaces de contenerse ante el hedor que emanaba el
animal, dejando regado sobre la mesa la opípara pachamanca que había mandado
preparar el hacendado.
También entre nostálgico y ameno evocó aquel domingo, cuando infestó de
pulgas y piques, contenidos en estiércol de caballo, las aulas y el patio de la
única escuela fiscal del pueblo. Al día siguiente, cuando la profesora
ordenó a los escasos y lánguidos alumnos a formar en el patio para entonar el Himno
Nacional del Perú, los bichos comenzaron a actuar y todos empezaron a dar unos
saltitos y rascarse por todo el cuerpo. El acto solemne y marcial con que debía
iniciarse la semana escolar, se convirtió en un festival de zapateo y
contorsión. Pukacha y sus amigos, trepados en el eucalipto colindante a la
escuela, festejaban a mandíbula batiente la escena.
— ¡Erasmo! Pukacha era bueno y trabajador no te burles de él— replicó
Macedonia evocando su etapa de madre complaciente.
— ¡Claro que tenía buen corazón! por eso cuando sus amigos dieron la noticia
que Pukacha había caído al despeñadero más profundo del Hatunruna, todo el pueblo anduvo triste y desconsolado, mucho más
que cuando los terrucos degollaron en plena plaza de Macachacra al gobernador.
Pukacha siempre estará allí, sentado sobre su «piedra
filosofal» como lo había bautizado a aquella inmensa roca
amarillenta enclavada, como una isla, en medio de los maizales, a la que todos
temían, porque creían que era el tapón que cubría la entrada de la catacumba donde estaban enterrados los «gentiles» de la vieja cultura Wari; por eso,
después de cada aguacero, desde su base salía una estela de vapor amarillenta, como la flor de retama, emanando un intenso olor sulfúreo. Los campesinos
evitaban todo contacto, en las faenas de siembra y cosecha ningún peón se
atrevía siquiera a rodearlo, sobre todo desde aquel día en que junto a la
piedra amanecieron muertos los mellizos Páucar, que borrachos tuvieron el
infortunio de quedarse dormidos junto a la mole. Cuando los encontraron los cadáveres tenían la boca
llena de espuma y el cuerpo enrojecido, como si hubiesen sufrido una
insolación. Desde entonces, los adultos amenazaban a sus hijos con los hechizos
de la «piedra filosofal» si se
portaban mal, y los críos medrosos creaban un sinfín de historias, que iban
desde que los «gentiles» se
alimentaban de niños hasta la prohibición de no señalar con el dedo la piedra a costa de sufrir pesadillas. El único inmune a todo, era Pukacha, que gastaba sus horas
sentado sobre ella, sin sentir ningún efecto, lo que acrecentaba su fama en el
pueblo.
— Mañana es la víspera de navidad y los mayordomos
están organizando una gran fiesta que durará tres días. Los vecinos hablan que van
a traer danzantes de Puquio, entre ellos a "Jorichaqui", los que lo vieron
señalan que ese tiene un pacto con el diablo porque hace pruebas, come sapos y hasta
baila sobre un arpa. Habrá que comprobarlo —sentenció Erasmo— al
tiempo que daba por concluida la conversación con Macedonia.
La proximidad de la navidad había mejorado el clima
de Macachacra, las tempestades de los últimos días quedaron en recuerdos. Las
estelas de humo que emanaban las casas del pueblo, era una señal que sus
ocupantes se encontraban en ella, saboreando un delicioso ponche de leche y
maní; sin duda, en marzo habría abundante cosecha.
A lo lejos, por los angostos y serpenteantes
caminos que llegaban y salían del pueblo, se podía apreciar el ir y venir de
los muchachos, disfrazados de «machus» haciendo tintinar sus sonajas, ataviados con máscaras multicolores,
ponchos blancos, con seguridad más de uno los había confeccionado con la única
sábana de la casa.
El gran secreto que tenían que resguardar los «machus» era su propia identidad, una
cuestión de honor. Si era descubierto terminaba la fiesta para el pobre y la
burla de sus amigos y vecinos se prolongaba por varios días; por eso, los
muchachos se disfrazaban de «machus» en medio de los
maizales o en algún paraje secreto, siempre fuera del pueblo y lejos de las
miradas curiosas. Los más experimentados, asistían a la fiesta premunidos con
máscaras de repuesto, no podían correr el riesgo de ser desenmascarados por las muchachas, a las que enamoraban y manoseaban amparados en la seguridad
que otorga una careta, pero al menor descuido la complacencia de ellas terminaba
en arrancarles la máscara.
Don Erasmo y su esposa lucían acicalados y llevaban ropa festiva y antes de abandonar la casa leyó por enésima vez, la escueta carta que
había recibido hacía algunos días:
“Señor Erasmo Cabrera, el Departamento de Autopsias del Hospital Regional de Huanta, Perú, le comunica que ha recibido de la Capital de la República, el informe final de la autopsia practicada a su hijo, llegando a la conclusión que su muerte fue traumatismo múltiple y leucemia linfocítica crónica. Asimismo, se ha encontrado presencia de dosis de radiación en la sangre de la víctima, probablemente alguna fuente de un mineral radiactivo.”
¡Por fin Erasmo lo entendía todo! a Pukacha le fallaron las fuerzas en
la trepada al Hatunruna, por culpa de
su piedra filosofal. La radiación le había minado la sangre.
La plaza del pueblo lucía repleta y bulliciosa, los mayordomos tenían
familiares en la capital de la provincia y en Lima, por eso estaban presentes
muchos huantinos. La fiesta estaba en pleno apogeo, el contrapunto de los
danzantes al compás del arpa y violín eran cada vez más frenéticos. Los «machus» se habían polarizado de acuerdo con la simpatía a
sus danzantes favoritos y a la atención recibida por los mayordomos, acompañaban
los cánticos haciendo sonar sus sonajas rítmicamente. En eso, los ancianos
notaron que, en medio de la multitud, destacaba un pequeño «machu» que mostraba
una gran destreza al bailar. Don Erasmo, de cuando en cuando sentía su mirada
penetrante, sin atreverse a hacer él lo propio.
—Macedonia ¿Has notado cómo nos mira ese pequeño «machu» que lleva puesta
una máscara de loro? — preguntó Erasmo.
—¿Quiénes serán sus padres? baila incansablemente y no está fastidiando a
las muchachas como los otros «machus»—replicó Macedonia en el instante que su perro «chuspi» empezó a mover la cola y aullar. Cállate, cállate «chuspi», perro malcriado, repetía enérgica Macedonia.
Cuando el danzante “Jorichaqui” extasiado realizaba su mayor prueba, la
de engullirse un par de sapos, el pequeño «machu» logró ubicarse junto a los
ancianos y en silencio comenzó a observar el festín. Los esposos empezaron a
sentir una emoción de profunda tristeza, los ojos de ambos se nublaron de
lágrimas y sin poder articular palabra alguna empezaron a transpirar un frío
intenso, que por momentos, se tornaba en una placentera calidez, cuando el
pequeño «machu» les dirigía su mirada. Antes que culminara la prueba, el «machu» de la máscara de loro se escabulló. Recién Erasmo pudo balbucear: ¡Vieja!...vamonos a casa porque me siento mal.
Los esposos transitaban el camino de regreso en absoluto silencio, al
pasar por la puerta del cementerio vieron, sobre la cruz de la tumba
de Pukacha, colgada la máscara de loro; entonces, Erasmo con voz temblorosa le dijo a Macedonia, su fiel compañera ¡Pukacha ha estado con nosotros! Volvió por última vez para bailar en
navidad. Seguro que ellos tampoco llegarían a la próxima navidad.